Reniego de los kilos extras en mi cuerpo. Deseo volver a mis medidas pre embarazo. Pienso en controlar mis ansias de comer y luego me respondo que doy de lactar como una activista pro lactancia prolongada y no puedo descuidar mi alimentación. Entonces resuelvo salir a caminar y correr.
Fuera de casa tengo kilómetros para correr, gozando de una vista privilegiada, vegetación dibujada por la mano del hombre, acantilados salvajes y el Pacífico. Me cruzo con mucha gente variopinta que viene a pasear por la zona, dada la belleza y tranquilidad que ostenta el barrio. Muchos niños jugando en el verde, en juegos pensados para ellos, y gente con mascotas felices. El cielo es gris, eso sí . Es invierno en mi ciudad, una capa ploma que no nos podemos sacar de encima, a veces se ven puntos de colores de las cometas o parapentes.
Ya calenté los músculos. Comienzo a correr, empujando a mi hija que acaba de quedar adormecida en su coche después de observar el paisaje. De pronto, veo a una mujer sacando la teta para darle a su niño. Su otro hijo juega alrededor de ella.
Esta mujer es una más de tantas que vienen del interior de país con sus hijos pequeños para vender en un canasto hojas de coca, maníes, habas. Pasan todo el día a la intemperie, ofreciendo sus mercancías, con los bebes cobijados en unas mantas andinas que atan de una manera especial para llevarlos en las espaldas todo el tiempo.
Se me estruja la panza. La miro y no sé cómo decirle que estoy con ella, que la admiro, que me apena en el alma su situación, que es una valiente y una víctima a la vez.
Me enfrento con la ridiculez de mi burguesía. Yo, corriendo con un coche de bebé encantador para conseguir el cuerpo que perdí y ella, amamantando a su bebé en la calle, mientras ruega vender sus productos para sobrevivir.
Cielo y realidad manchan de gris esta ciudad más que el invierno.