Tengo días insatisfechos. Encuentro contrariedades que no logro reconocer y tramitar. Alguna hebra de mi maraña está colgando sola y rota. Mostrando una pieza que no abraza a las demás, locas pero homogéneas, en algún punto. Me asalta una amargura mezclada con cansancio, o acaso depresión.
Pienso que tengo 39 años; una niña de 14 meses que conquista nuestra devoción infinita: una pareja que mi imaginación no pudo fantasear y una casa muy cálida en un barrio bastante privilegiado de mi ciudad.
El padre de mi niña y yo no estamos casados y tampoco lo deseamos. Somos novios aún enamorados y padres abnegados de la misma niña. Este nivel de relación nos parece lo suficientemente inmensa, si de medir los compromisos se trata.
¿Y la hebra rota? Podría devenir en muchas desatadas y eso me consume energía y me genera pensamientos oscuros. Es que intuyo que las dimensiones de mi vida pasada (sin hija) me persiguen, me envuelven y me arrinconan en una esquina de la realidad. Cuido a mi hija mientras sudo amor y paciencia y una mano oscura me toca el hombro y se esconde
Podría deberse a que parte de mis células aún tiene información de mi ex vida de libertad arrogante: seductoras horas de sexo, jornadas íntimas de lectura en pijama o sólo 14 horas de sueño seguidas para despertar sudando de tanto bochorno para luego pedir el plato que mis tripas exquisitas gritan. Y más, mucho más.
Te abrazo hija mía mientras una mano oscura toca mi hombro.