La luz invita al día. Francisca, armonizada con el horario laboral del sol, llora. Nos pide teta y juego. Su papá y yo, deseosos de que el cielo pasee oscuro por nuestro techo, la atendemos.
Eficientes robots. Programados para la supervivencia feliz de una bebé humana.
Una vez que perdonamos al universo la osada interrupción de la noche, bajamos los tres. Y, en lugar de que Francisca desfile con su manada hacia la cocina, coge unos juguetes y va hacia la puerta que va a la calle. Pide salir a pasear a sus amigos: un perro salchicha de colores, una escoba de su tamaño y un trinche playero.
Muy resuelta, en pijama, se enfrenta al aire del nuevo día.
Saluda a los vecinos, uno de ellos asoma por su ventana al escucharla, ella se detiene frente a sus fans y les muestra su compañía de esta mañana. Señala cada casa donde recuerda que viven perros o gatos y nos explica, en su idioma de año y medio, que duermen.
Avanza con firmeza, decidida a cruzar la calle para llegar al verde, al parque, a la gente.
El hambre nos vuelve crueles y conspiramos un plan para detener el objetivo cabezudo de nuestra niña. Entonces irrumpe el segundo llanto del día. Viene con rabia desmedida.
Sentada en su silla de comer, retoma las risas, negocia los bocados y participa de la mesa. Siempre al tanto de la ventana que da a la calle.
¡Cantan los pájaros y ladran los perros¡. Es señal de que los animales del barrio despertaron para jugar. Expresa el gesto de Francisca.
Apurada, pide que le saquemos el babero para emprender hacia el mundo.
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