Skip to main content

Hace treinta años que no veo a mi madre.
Un año y diez meses atrás me convertí en aquella figura que aparece en las fronteras de mis recuerdos.
Ella se llamaba Elfrie y solía cantar. Su voz viajaba sin prisa por las notas de tangos, boleros y valses. Sus registros aplaudían las manos prodigiosas de mi padre. Él, armado con las teclas del piano, heredado de mi abuelo croata, arremetía al ritmo de la vida.
Atraigo las ramas de la memoria.
Rezo sin religión.
Ruego sentir sus manos tibias en perfecta unión con mis más débiles celulas, sin que ellas reaccionen para defenderse de nada.
Mi niña es muy pequeña para contarle que su abuela y abuelo murieron de la misma enfermedad. Ella, a mis 10 años. Él cuando yo recíen cumplia 21.
Una voz silenciosa le explica que soy poderosa; que extraje la fuerza de mis huesos, sin que el cuerpo se me haya roto en el camino; que yo sola negocié con la maldita ganadora; que estoy finamente lacerada. Que siempre lo estaré.
Me oculto cada vez que los recuerdos evocan el debilitamiento absurdo de sus cuerpos, que aún no estaban preparados para concluir.

Cantamos seguido en casa. Bailamos todos los días, porque mi hija nos lo pide a su papá y a mí. En cada paso doy un aplauso a nuestra respiración madura y contagiosa.
Aunque a veces mis piernas se adormecen y me hundo en agujeros sin fondo.
Los enfrento como fiera.
Y retorno con heridas que disfrazo, para seguir danzando al compás de la canción del día.

Photo by Kinshuk Bose on Unsplash