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Un cuerpo. El mío, de cuarenta años, sigue produciendo leche materna. Mis tetas han dejado de flotar por el espacio erótico. Han abjurado del pudor.
Se han graduado con honores como fuente de sosiego, contención y transferencia de defensas y vitaminas. Se han convertido en su vicio.
No sé cuándo mi organismo volverá a ser el de antes. Desde ella, una fuerza lo consumió hacia otra naturaleza.
Creía que me había dado el tiempo para explorarlo y domarlo. Pero me despierto en esta realidad, la de una mujer madre, con casi tres años de cargar con esa otra vida. No lo termino de digerir.
Cuando trato de buscar adjetivos o verbos que me ayuden a comprender, a veces me siento perdida.
Recuerdo mi pasado, sobre todo el de mis treintas. Cuando me abstraigo en esas imágenes me siento regenerada. Una caricia a mi risa.
A la vez, ver a mi hija mamar como una cachorra hambrienta y desesperada me suspende en una copa de árbol gigante, salvaje, cargado de frutos.
Nos acomodamos en una rama y desde ahí, nos despedimos del día.

Photo by spandan pattanayak on Unsplash mono