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-Tu mami está muy mal. Hoy vas a dormir con nosotros, todos tus hermanos y tu papá se quedarán en la clínica. –Me dijo una tía querida.
Esa noche rogué para que llegara su fin. Le pedí al Dios de mis diez años que ya no sufriera más.
Huérfana, comencé desde muy niña a fantasear con una mamá ideal. La vida que iba pasando, con sus circunstancias y experiencias, nutrían el juego.
Cuando la pubertad aún no había asomado, alucinaba una mamá que comprendiera todos mis juegos y recorriera los parques trenzando sus pasos con los míos. Nos soñaba desparramadas en la cama, con las plumas de sus caricias templando mi cuerpo infantil.
De cara a la gente, la mostraba como una matriarca que me dejaba aparentemente sola. Independiente. Una independencia que se manifestaba como consecuencia de la arrogante confianza tejida entre nosotras.
Una vez que el bello corporal invadió mi silueta delgada, aparenté haber perdido el interés por crear a mi madre perfecta. La diversión de les amigues, los líos amorosos, mi imagen inalcanzable de las revistas de moda y los estudios que pesaban toneladas distorsionaban la construcción mágica de su presencia. Sin embargo, esa presencia, como siempre, se volvía terrenalmente tierna en mis hermanas-madres.
Mis veintes llegaron para reventarme la cabeza. Estreché el abrazo de madres que no había logrado esculpir. Mujeres luchadoras, enfrentadas a corrientes machistas, capitalistas y terroristas. Mientras tanto, yo polemizaba imaginariamente con mi madre heroína. Le planteaba casos teóricos y reales, con mis propias vivencias. Escribía y reescribía sus múltiples respuestas y la acorralaba para que argumentara su posición con fuerza. La tenía pegada en mi pared cerebral: una fémina madura, de humor negro y aguerrida.
Las tres décadas me hicieron levantar una diosa con aroma de cansancio satisfactorio. Una sabia de poncho a quien podía llamar para confrontar tanto el color de la ropa como la actualidad, aunque esos espacios ya no serían los más preciados. Por entonces, el verdadero valor residía tan solo en la utopía de tomarla del brazo para observar juntas los matices de la naturaleza. Quizás, en el más completo silencio. Cubiertas de un aliento común que nos entibiara.
Por llegar a los cuarenta y convertida en madre, debo confesar que ya dejé el juego de recrear a mi madre, a mi “viejita”.
Ahora, sueño con la abuela de mi hija.

Photo by boram kim on Unsplash