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Cambia sus pañales cuantas veces haga falta. Le da teta aunque no la reclame y le invita sus comidas si le apetece. La arrulla con canciones de cuna inventadas. Últimamente, la lleva en su coche y la viste.
La tira al suelo sin piedad y la busca para bailar y pasear.
Nina, la muñeca de mi hija, llegó a casa para un cumpleaños, como obsequio por parte de mi hermano. Desde que Francisca cruzó su curiosidad de niña con esa mirada fija y el cuerpo de plástico y tela, la convirtió en su ingénita.
Estábamos trabajando cuando, en cuestión de segundos y sin haberlo acordado, nos encontramos en la lavandería de nuestra casa enfrentados al llanto desgarrador de nuestra hija. Sus lágrimas eran verdaderos chubascos. No hallábamos consuelo alguno.
Entonces, Emilia, su nana, explicó muy sentida:
-Estábamos bañando a Nina. Cuando la quise escurrir, su cabeza cayó rodando por el suelo y yo solté una carcajada-