Hace más de tres años, el papá de Francisca y yo elegimos impresionar al destino creando una existencia. La dispocisión se convirtió en cigoto. Y así, mi cuerpo albergó su vida.
Llegó el día que pudimos contemplarla a pura piel. Su llanto estremeció nuestros sentidos. La luna arrulló al sol y la vida transitó otras huellas.
Entre tanto, junta a ella, descubro que acompañarnos ya no es una elección que sólo dependa de nuestras ganas. Me enfrento a la idea de la muerte.
Muerte sin permiso que me visita, antojadisa, regando pavor revuelto con vacío.
Me aterra imaginar mi vida lamiendo su ausencia permanente y no lograr reparar mi exilio eterno.
Mi perturbación obedece a una infancia de amor por mi madre, quien peleaba día a día contra la muerte.
Sin embargo, ese mismo precipicio al que me asomo en los instantes de espanto, también me invita al regocijo.
Con un amable apuro regalo mi mejor amistad a mí misma, a mi pareja, a mi hija y a los que me rodean.
Emancipo a la niña traviesa que fui, inhalo el esplendor de la cotidianidad con Francisca.
Entonces, amiga muerte, pocos días son un día cualquiera.
Photo by Matthew T Rader on Unsplash