Las horas corren entre el encierro y mi reciente migración. El virus que invade el mundo y Madrid, abre telones en escenarios insólitos.
Convivo con el aliento de mi hija en la nariz. Una acorralada relación nos despierta y nos acuesta como si pasáramos páginas de uno de sus cuentos que leemos una y mil veces. Sus sueños, despierta y aislada, no dejan de proliferar, siempre narrados con la premisa: “Cuando termine la enfermedad……”
En el poco tiempo que tengo para convivir con mi yo, atestiguo cómo los gobernantes de este país europeo y sus vecinos confrontan esta pandemia y sus consecuencias económica sociales. Alimento mi morbo tratando de husmear entre sus juegos políticos e ideologías.
Siento pánico de que los números malditos de esta tierra se repliquen en mi país. Aplaudo con el alma la decisión imprescindible, aunque dolorosa de paralizar el Perú.
Quiero vomitar. Y me cuido de no hacerlo en las comidas que preparamos sin tregua para nuestra familia cada vez que leo las decisiones de presidentes que privilegian el comercio ante las vidas de sus ancianos y demás ciudadanos. Por otro lado, me estremezco poniéndome en las faldas y pantalones de las y los gobernantes que deciden el desenlace de este aparente capítulo futurista y trágico de ficción extravagante.
Me escondo de mi hija y en esos segundos en que ella grita excitada por el juego, sé que me escondo de todos, aunque no veo a nadie más que a Francisca y mi pareja. Visualizo permanentemente a toda la humanidad con el rostro de mi familia, amigas y amigos que tanto extraño. Me resisto a su ausencia permanente.
Corro para que Francisca no me atrape, chillo con alegría infantil y de pronto me calla. Me calla y a la vez me señala la ventana, escuchamos y vemos encantadas el canto de aves inmensas que jamás volaron por aquí, dejan nidos gigantes en árboles otoñales y pueblan así sus nuevos territorios.
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