Escuchábamos los gritos del juego callejero. Francisca sólo se asomaba. Saludaba alegre a los y las nenas mientras pasaban contentas entre ruedas, o a las carreras.
En la primera semana de permiso, mi miedo brotó. Me invadió con la misma intensidad que cuando las primeras veces que llevaba a mi hija a pasear. Salía nerviosa, cada diez pasos me detenía para controlar si respiraba, caminaba pocos metros y regresaba apurada.
Durante la segunda semana, fui al súper mercado y encontré que, por la tarde, no había gente en las calles. Recuerdo que sólo vi una niña en bicicleta junto a su padre. Pensé que mis reparos eran exagerados y que a pesar de que Francisca no exigía salidas, la noticia sería un regalo.
Al día siguiente, ¡salimos!
Cada calle era un descubrimiento. Mi familia y yo nos habíamos mudado en medio de la cuarentena. Teníamos el recuerdo de haber recorrido la calle central del barrio, mientras buscábamos dónde vivir. Aquella calle estaba agitada, las terrazas abarrotadas mezclaban latidos de grandes y pequeños.
Francisca improvisó un juego con dos niñas desconocidas encima de una especie de tarima de teatro abierto.
Ahora, ella recuerda a las niñas con emoción cuando mira ese lugar. Aunque el silencio y las ausencias sellan el aire cada tarde.
Francisca y su generación se miran en cámara lenta entre mascarillas gigantes.
Mira y escucha unas campanas que suenan cada media hora sobre una cúpula que le cuenta quién sabe qué. Ya no las oye sólo desde casa, hoy sabe “dónde viven y como bailan”
Naturaliza el paseo corto, mira de reojo los juegos y parques cerrados. Anda veloz en su patineta y a la vez saluda a los adultos, que le conversan al paso.