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La barca emitía un sonido viejo mientras los latidos de su corazón se le escapaban del pecho. Cerca de la orilla, Suan vio correr a sus hermanitas que, al llegar, jalaron las maletas y bolsas hacia la maleza e instantáneamente se abrazaron hasta caer en la tierra.
Suan olía la humedad de su Amazonía, y ese olor incluía el sudor de sus habitantes, de su segundo hogar, o mejor dicho de su primera morada. Su madre, esperó serena que terminasen los jugueteos entre ellas y con la carga de la viajera, más la última nieta, la sostuvo en su pecho brevemente y la invitó a pasar a casa.
Las esperaban la extensa familia, primos, tías, algunas vecinas. Pero la agasajada quedó impresionada ante la presencia de las autoridades del pueblo: el representante del alcalde, tan limpio como se podía entre el sudor y el polvo; el padre Rodo, más viejo y más pequeño, ya no llevaba sotana; y la monja Augusta, débil y candorosa como siempre, pensaba Suan.
Habían matado un sajino y dos gallinas para la fiesta, la mesa con moscas se pintaba coloreada y excesiva. Suan jamás había visto semejante variedad culinaria, propia de la región. Mientras tomaba un refresco de cuapuazú, su fruta preferida, se desvaneció tan levemente que sólo su madre lo notó y la contuvo sin esfuerzo, para refrescarla con unas hojas del árbol de plátanos, a manera de abanico.
Suan miraba las hojas del bananero ir y venir, y con ellas sus recuerdos la enfriaban de miedo.
– ¡Bienvenida amiga Suan! Ya te hemos montado la cabina de internet, tendrás ocho computadoras y dos impresoras, para empezar. -Aseveró, con los brazos extendidos y tono proselitista, el representante del alcalde de la comunidad. Y los invitados aplaudieron.
– Así me ha contado mi primo Romi, don Ramiro- contestó, Suan, reponiendo fuerzas.
Los niños y niñas de la aldea miraban desde afuera, como si miraran una escena de película documental. Los pelos de los pequeños seguían siendo un poco rubios por la desnutrición, las barrigas prominentes por los parásitos y sus caras, pequeñas y sucias, la perturbaban, no sabía si por compasión, porque la representaban a ella, a su pasado y también a su presente, o porque el paso del tiempo no había cambiado nada.
En segundo plano, oía las voces de los invitados, pero, simultáneamente, su permanencia en el pueblo la aturdía, a pesar de hallar refugio en lo que había hecho de sí misma. Con 23 años, una contextura alta y fuerte, y una profesión, traía prosperidad a su pueblo. Sueño que la había llevado a conectar a los enfermos con médicas de la ciudad, a las mujeres con maestras, y a los niños con colegios más modernos.
– Qué bien que hayas estudiado Suan, mi niña -dijo, tomándole las manos, la hermana Augusta, una misionera dominica que la había alejado de su entorno a los 12 años. Edad suficiente para percibir la vida desde el desgarro por las violaciones de su padrastro. En Tancretis, era común ver niñas embarazadas a los 14 años.
Suan había pasado el destierro en casa de una familia numerosa, donde a cambio de trabajo, la criaron y la invitaron a estudiar, hasta que logró conseguir el título de técnica informática.
– Cuenta, oye, ¿cómo es allá? -Reclamó su prima mientras calmaba el llanto del Boris, su hijito.
– Media tonta estás, será este calor que ya no te acuerdas -afirmó la tía Socorro.
Suan, suspiró sin encontrar aire y les contó que les había traído regalos especiales. Sobre todo, para las más pequeñas.
– ¡Salud comadrita! -Gritó una vecina que le servía cerveza.
-Todas van a hacerte madrina de sus hijas, hermana. -Avisó su hermana menor, quién había sido operada hacía poco en la capital, gracias a Suan.
-Y, ¿cómo no has tenido hijos, Suan? La Sabina dice que quizás eres marimacha – interrogó y señaló la tía Socorro.
La festejada pensó en Polino, en qué estaría haciendo allá en la ciudad, a esa hora debía haber regresado a su cuarto oscuro, a descansar. Imaginó la ropa que había dejado en los cajones del cuartito, en el oso que Polino le había regalado y en el gato Titón, que juntos rescataron de un árbol ficus del parque. Y se aclaró a si misma: “nunca va a venir y tampoco quiero que venga”.

Photo by Lea Maruani on Unsplash